A 2011 se le debe considerar como un año histórico para los derechos humanos en México por diversas razones. Por una parte, fuimos testigos y protagonistas —particularmente desde la sociedad civil, que ha pugnado por esto desde hace casi una década— de la más profunda reforma constitucional en materia de derechos humanos, la cual redimensiona la protección y el rango de defensa de los derechos de todas y todos; por otro lado, vivimos la más lamentable crisis de derechos humanos en muchos años.
Casi al cerrar el año, el número de homicidios —incluyendo ejecuciones arbitrarias, sumarias y extrajudiciales— se ha disparado muy por encima del nivel histórico de las últimas dos décadas, llegando prácticamente a 60 mil en cinco años; aunque hay diversas estadísticas, también podemos contar con más de tres mil casos de desaparición forzada de personas; los feminicidios han experimentado un incremento en todo el país de 20% con respecto a 2006 y el número de atentados contra periodistas y defensoras/es de derechos humanos crece cada día, lo mismo que los ataques contra personas migrantes, que han experimentado el horror de ver sus vidas segadas en fosas clandestinas a lo largo y ancho del país; todo lo anterior frente a la inactividad del Estado, que no ha puesto en práctica medidas especiales de protección para poblaciones en condición de vulnerabilidad y que persiste en la aplicación de una política de seguridad desacertada, que no sólo ha roto la paz social y ha degradado el tejido social, sino que tampoco ha sido efectiva en el combate a la inseguridad.
Por lo anterior, hoy resulta de absoluta pertinencia echar mano de la caja de herramientas que nos provee el marco jurídico interno y el derecho internacional, particularmente considerando que ahora las y los litigantes tienen en sus manos los derechos humanos reconocidos en la Constitución y en los tratados internacionales, así como criterios cuya benignidad es innegable.